El envidioso
Había una vez un joven llamado Alfonso que vivía en una casa
muy bonita de paredes blancas y tejado colorido, situada en las afueras de la
ciudad. La vivienda estaba rodeada de jardines con muchas flores, fuentes de
abundante agua, y un enorme huerto gracias al cual disfrutaba todo el año de
verduras y hortalizas de la mejor calidad.
Alfonso era un muchacho privilegiado que lo tenía todo. Pero
algo lo hacía sentir triste y frustrado: no podía llenar su propiedad de
árboles frutales. Durante meses había intentado cultivar distintas especies
empleando todas las técnicas posibles, pero por alguna extraña razón las
semillas no germinaban, y si lo hacían, a las pocas semanas las plantas se
secaban y morían.
El hecho de no tener un simple árbol de limón lo hacía
sentir un fracasado. Alfonso tenía un amigo que vivía cruzando el muro de
piedra que rodeaba su huerto. Se llamaba Manuel y no solo era su amigo de toda
la vida, sino también su vecino. Él también tenía una casa muy bonita y un
terreno grande donde cultivaba muchos productos del campo. Podría decirse que
ambas vivienda eran muy parecidas, pero había por un pequeño detalle: Manuel
tenía un hermosísimo árbol de manzana que hacía que Alfonso sintiera feos
sentimientos de rabia y celos.
– ¡Qué injusto! Manuel tiene el árbol de manzana más
impresionante que he visto en mi vida. Si la calidad de nuestra tierra es igual
y regamos con agua del mismo pozo, ¿Por qué en mi huerto no prosperan las
semillas y en el suyo sí? – se preguntaba Alfonso, apretando los dientes de
furia.
El árbol de Manuel era realmente impresionante. Superaba los
quince metros de altura y era tan frondoso que sus hojas verdes daban en verano
una sombra magnífica. Lo más bonito era verlo cubierto de flores en primavera y
cargado de frutos los meses de verano. Si todas las manzanas de la comarca eran
fantásticas, las del árbol de Manuel no tenían comparación: una vez que las
manzanas estaban maduras, eran tan grandes, tan rojas y tan dulces, que todo
aquel que las probaba las consideraba un auténtico manjar de los dioses.
Pero su amigo Alfonso, en vez de sentir alegría por él,
comenzó a sentir una profunda amargura que se instalaba en lo más profundo de
su corazón. Era tan fuerte esa emoción, que en un arrebato de envidia decidió
destruir el maravilloso árbol.
– ¡Ya no lo soporto más! Voy a contaminar la tierra donde
crece el árbol. Sí, eso haré: echaré tanta basura sobre ella que las raíces se
pondrán débiles y eso provocará que el tronco se vaya destruyendo lentamente
hasta desplomarse. ¡Manuel es tan inocente que jamás sabrá que fui yo quien
arruinó su precioso árbol!
Así pues, una noche de verano en la que todo el mundo
dormía, se deslizó entre las sombras, trepó por el muro cargado con un saco
lleno de basura, avanzó sigilosamente hasta el árbol y vació todo el contenido
en su base. Cuando terminó, regresó a casa, se metió en la cama y durmió tranquilamente
sin sentir ningún tipo de remordimiento.
El plan de Alfonso era malvado y miserable a más no poder,
pero él se lo tomó con mucha seriedad. Cada atardecer recogía desechos como las
pieles de las papas, las escamas de los pescados que cocinaba, las cacas de las
gallinas, y lo metía todo en el saco. Al llegar la noche, saltaba nuevamente el
muro y lanzaba la apestosa basura a los pies del árbol.
– ¡Aquí tienes, arbolito. Todo esto es para ti!
De regreso a su hogar se acostaba con una sonrisa de
satisfacción en el rostro. Algunas noches, los nervios le impedían dormir y
permanecía despierto durante horas, sintiéndose orgulloso de su maquiavélico
objetivo:
– La muerte de ese árbol está muy cerca. Será genial ver
cómo se pudre y acaba devorado por los gusanos ¡Ja, ja, ja!
Pero Alfonso había cometido un gran error en su plan. Había
olvidado que cada vez que echaba restos de comida o excrementos sobre la tierra
la estaba abonando, así que el resultado de su acción fue que el árbol ni se
pudrió ni se secó, sino que al contrario, creció todavía más sano, más fuerte,
más bonito. En pocas semanas alcanzó un tamaño nunca visto para un ejemplar de
su especie, sus ramas se volvieron extremadamente robustas, y lo más increíble,
empezó a dar manzanas gigantescas como sandías. Manuel, consciente de que eran
manzanas únicas en el mundo, pudo venderlas a un precio muy alto y se hizo
rico.
Mientras tanto, Alfonso seguía convencido de que algún día
el árbol se destruiría, así que siguió arrojando basura sobre él cada noche
durante años. Nunca logró su propósito y su amigo Manuel vivió cada vez mejor.
Alfonso nunca entendió que la envidia es un sentimiento que
corroe por dentro y no lo dejaba ser feliz. Es mucho mejor sentir alegría de la
buena suerte de los que nos rodean y compartir con ellos su felicidad.