El Asno y el Caballo
Había una vez un asno y un caballo que vivían juntos en un
establo. Desde muy pequeños eran buenos amigos, compartían la comida y se
repartían el trabajo en partes iguales. El dueño de ambos era molinero, así que
la tarea diaria consistía en transportar la harina de trigo desde el campo al
mercado de la ciudad.
Todas las mañanas llevaban a cabo la misma rutina: el
molinero colocaba un enorme y pesado saco sobre el lomo del asno, y luego, otro
igual de enorme y pesado sobre el lomo del caballo. Preparaban todo y una vez
listos, salían del establo y se ponían en marcha.
Para el asno y el caballo, el trayecto era aburrido y
bastante duro, pero como su alimento dependía de cumplir órdenes sin protestar,
no podían ni siquiera pensar en quejarse.
Un día, el amo decidió poner dos sacos sobre el lomo de asno
y ninguno sobre el lomo del caballo. Los animales no entendían por qué sucedió
eso. El dueño dio la orden de partir:
– ¡Arre, caballo! ¡Vamos, burrl! ¡Dense prisa o no
llegaremos a tiempo!
Caminó unos metros adelante y los animalitos iban siguiendo
sus pasos, acompasados como de costumbre. Mientras avanzaban, el asno se
lamentó por primera vez en su vida:
– ¡Oh, amigo. Mira cómo tengo que caminar hasta la ciudad!
Nuestro dueño puso todo el peso sobre mi lomo y pienso que es injusto. ¡No
puedo sostenerme en pie y casi no puedo respirar!
Era imposible que él solo soportara toda la carga. El
caballo, en cambio, caminaba a su lado con tranquilidad y sintiendo la brisa de
la primavera. Le invadía una inmensa sensación de libertad. Se sentía tan feliz
que no se detuvo a pensar en el sufrimiento de su amigo. En realidad, hasta se
molestó por el comentario.
– Sí amigo, ya sé que hoy no es el mejor día de tu vida,
¡Pero yo no tengo la culpa de lo que te pasa!
El asno se sorprendió por la indiferencia de su compañero de
trabajo, pero estaba tan desesperado que se atrevió a pedirle ayuda.
– Por favor, amigo. Mi intención no era fastidiarte, pero la
verdad es que me gustaría mucho que me ayudaras. Somos amigos y sabes que no te
molestaría si no fuera necesario.
El caballo dio un salto y puso cara de sorpresa.
– ¡¿Perdón?! ¡¿Me estás hablando en serio?!
El asno, ya casi desmayado, pensó que estaba teniendo una
pesadilla. El sudor empezó a caerle a chorros por el cuerpo y sintió que sus
ojos empezaban a cerrarse completamente fuera de control. Segundos después, su
vista se nubló y se quedó prácticamente sin energía. Tuvo que hacer un esfuerzo
descomunal para seguir pidiendo auxilio.
– Necesito tu ayuda porque yo… yo no puedo, amigo, no puedo
continuar… Yo me… yo… ¡Me voy a desmayar!
El caballo resopló con fastidio:
– ¡No seas dramático. Tampoco es para tanto! Te recuerdo que
eres más joven que yo y estás en buena forma. Además, no voy a llevar parte de
lo tuyo si hoy es mi día libre de carga.
Bajo el sol ardiente, al pobre asno se le doblaron las patas
como si fueran de gelatina.
– ¡Ayuda… ayuda… por favor!Fueron sus últimas palabras antes
de desplomarse en el camino.
– ¡Blooom!
El dueño no se había enterado de todo lo que ocurría tras de
sí, escuchó el ruido seco que hizo el animal al caer. Giró asustado y vio al
burro inmóvil, con la panza hacia arriba y la lengua fuera.
– ¡Oh, no, mi querido burro! ¡Pobre animal! Hay que llevarlo
a la granja, avisar a un veterinario, pero, ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Qué debo
hacer primero? Estaba hecho un manojo de nervios, miró a su alrededor y se fijó
en el caballo.
– ¡Claro! Tú serás quien me ayude en esta situación. ¡Vamos,
no perdamos tiempo, agáchate!
El caballo obedeció y se tumbó en el suelo, aunque estaba
desconcertado. El hombre colocó sobre su lomo los dos sacos de harina y luego
arrastró al burro para acomodarlo también sobre el caballo. Cuando todo estuvo
bien atado, le dio unas suaves palmaditas en el cuello.
– ¡Ya puedes ponerte en pie!
El animal se llenó de pánico ante lo que venía.
– Sí, ya sé que es mucho peso para ti, pero si queremos
salvar a nuestro amigo debemos hacerlo. ¡Vamos, tendrás tu buena ración de
comida!
El caballo soltó un relincho que sonó como un quejido, pero
de nada sirvió. Debía realizar la ruta de regreso a casa con un cargamento
descomunal sobre su lomo.
Gracias a la decisión del molinero, llegaron a tiempo para
que el veterinario pudiera reanimar al burro y que estuviera como nuevo en
pocas horas. El caballo, por el contrario, se quedó tan dolorido y débil, que
tardó tres semanas en recuperarse. Un tiempo muy duro en el que no sólo le
dolía el cuerpo, también se sentía muy culpable. Tumbado sobre el heno del
establo lloraba y repetía sin parar:
– Por mi mal comportamiento casi pierdo a mi mejor amigo.
¿Cómo he podido ser tan egoísta? ¡Debí ayudarlo desde el principio!
Cuando estuvieron juntos de nuevo, el caballo le pidió
perdón al asno con mucha humildad y le prometió que jamás volvería a suceder.
El burro, que era muy bueno y lo quería mucho, aceptó las disculpas y se
abrazaron más fuerte que nunca.