La tortuga charlatana
Hace muchos años gobernó un rey bueno y generoso al que todo el mundo
amaba y respetaba. Era tan querido que sus súbditos consideraban que él era el
monarca ideal. Pero el rey tenía un pequeño defecto: a sus cincuenta y siete
años era muy difícil que dejara de hablar.
No importaba si era de día o de noche, siempre tenía algo
que decir y mezclaba unos temas con otros con una facilidad increíble. Hablaba
tanto que podía sacar de quicio a todos los que le rodeaban, pero como era el
hombre más poderoso del reino nadie se atrevía a decirle a la cara que cerrara
la boca al menos durante un rato.
Su consejero, un hombre fiel que le ayudaba en los asuntos
importantes, estaba bastante preocupado por la situación del rey. Hablaba tanto
que, además de resultar agotador, a menudo decía cosas de las que luego se
arrepentía. Como su consejero era un hombre anciano y muy inteligente, sabía
que era cuestión de tiempo para que acabara metiéndose en problemas.
– “¡Esto no puede seguir así! Tengo que hacerle ver la
realidad, intentar que cambie de actitud sin faltarle al respeto ni herir sus
sentimientos.” – pensaba el anciano consejero.
Esa misma noche lo consultó con la almohada.
– La reunión de sabios comenzará a las doce, así que tenemos
tiempo para salir a caminar un rato y disfrutar de la brisa primaveral. ¿Te gustaría, amigo mío?
– ¡Por supuesto, Majestad! Será un honor ir con usted.
El consejero y el rey salieron de sus habitaciones y
recorrieron el pasillo hasta la puerta principal; después, bajaron la escalera
exterior del castillo.
– Hace un día precioso y los jardines reales lucen muy hermoso,
¿verdad, Majestad?
El rey se aproximó al estanque y se paró junto a él,
maravillado ante tanta hermosura.
– ¡Oh sí, somos realmente afortunados! Para mí no hay mayor
placer que contemplar las flores de loto meciéndose en el agua mientras
disfruto del embriagador aroma a jazmín que perfuma el aire. ¿Estás de acuerdo,
querido amigo?
– Desde luego, mi señor. Tiene usted razón. ¡Este lugar es
un paraíso en la Tierra!
El rey se sentía satisfecho y le dio unas palmadas cariñosas
en el hombro.
– ¡Oh, viejo amigo, espero que nos queden muchos años para
compartir más momentos como este!
Aprovechando que el rey estaba contento y receptivo, el
consejero puso en marcha su pequeño plan.
– Cambiando de tema, Majestad, ayer me contaron una pequeña
historia que me gustaría compartir con usted.
– ¿Ah sí? ¿Te refieres a un cuento?
– Sí, es una fábula, pero creo que podría gustarle.
– ¡Oh, muy bien! ¡Soy todo oídos!
Sin perder más tiempo, el consejero comenzó su relato:
Érase una vez una tortuga que vivía en un lago muy bonito,
pero demasiado pequeño. Mientras era chiquita, el tamaño no tuvo demasiada
importancia. Pero, cuando se hizo mayor, la falta de espacio empezó a resultar
agobiante porque nunca había nada interesante que hacer, además de hablar con
sus tres vecinos peces y nadar en círculos. Con el tiempo el aburrimiento hizo
que se convirtiera en una tortuga amargada que se pasaba las horas bostezando y
quejándose sin parar.
– ¡Qué harta estoy de este lago! Ojalá algún día pueda salir
y recorrer otros lugares, conocer más especies y practicar algún deporte sobre
tierra. ¡No he nacido para pasarme la vida dentro de este charco deprimente!
Tras varios meses en la misma situación, su suerte cambió
gracias a la inesperada visita de dos patos que, a diferencia de ella, estaban
más que acostumbrados a viajar por todas partes. Los forasteros, uno de plumas
azules y otro de plumas amarillas, llegaron volando a gran velocidad y se
posaron en la orilla sin dejar de mirarla. El de plumas azules la saludó
alegremente:
– ¡Hola, amiga! Si no te molesta, queremos beber un poco de
agua de este precioso lago.
La tortuga exhibió su mejor sonrisa. Cualquier visita era
bien recibida, ya que había pasado muchos años sin hablar con nadie, salvo con
sus vecinos peces.
– ¡Hola, bienvenidos a mi lago! Pueden beber todo lo que
quieran, amigos.
– ¡Gracias, eres muy amable tortuguita!
– ¡De nada, chicos! No se imaginan cuánto me alegra poder
charlar con alguien. ¡Este lugar es tan solitario que me temo que acabaré loca
de remate!
El pato de plumas amarillas miró a su alrededor y pensó que
tenía razón: el lago parecía un charco por lo pequeño que era y estaba envuelto
en un silencio sobrecogedor.
– Hay que reconocer que es bastante lamentable pasar la vida
aquí metida, con los sitios tan bonitos que hay en este planeta.
Las palabras del pato fueron directas al pequeño corazón de
la tortuga y la pobre no pudo aguantar las ganas de llorar.
– ¡Buaaa! ¡Buaaa!
Los patos se miraron sorprendidos por el llanto de la pobre
tortuguita. El de plumas amarillas se sintió muy mal y se disculpó:
– ¡Perdona, por favor! ¡No era mi intención disgustarte!
El de plumas azules también se apresuró en consolarla.
– ¡Tranquila amiga, quizá haya una solución!…¡Ya sé! ¿Por
qué no vienes con nosotros? Detrás de aquellas montañas que ves a lo lejos, las
que tienen nieve en la cima, hay una laguna cien veces más grande que ésta. En
ella viven decenas de animales y todos se llevan muy bien.
La tortuga dejó de llorar de golpe.
– ¿Eso que dices es cierto?
– ¡Es la verdad! La laguna es espectacular, pero…
– ¿Pero qué?
– Bueno, para ser sincero contigo, tengo que decirte que
también es un poco ruidosa. Todos los días los animales organizan juegos,
carreras y bailes. Siempre hay mucha diversión.
La tortuga empezó a girar y a aplaudir haciendo chocar las
patas.
– ¡Es justo lo que necesito! ¡Vivir en esa gran laguna sería
para mí un sueño hecho realidad!
El pato de plumas amarillas la vio tan ilusionada que estuvo
de acuerdo con la propuesta de su compañero.
– ¡Entonces, vamos! El camino es largo, pero a nuestro lado
no correrás ningún peligro. ¡Síguenos para que puedas llegar!
Al escuchar esto la tortuga se quedó paralizada por la
decepción:
– ¿Se…seguirlos? Pero, no tengo alas. ¡Yo no puedo volar!
Las lágrimas cayeron de nuevo su mejilla.
– ¡Buaaa! ¡Soy una tortuga y estoy condenada a quedarme en
este horrible pozo para siempre! ¡Buaaa!
El pato de plumas amarillas le guiñó un ojo con picardía y
le dijo entre risas:
– ¡Bueno, tortuguita, no te preocupes que para eso estamos
nosotros! Si te hemos dicho que te sacaremos de aquí, cumpliremos nuestra
palabra, ¿de acuerdo?
El pato de plumas amarillas miró a su alrededor y vio un
palo largo tirado en el suelo que debía tener más o menos un metro de longitud.
Lo cogió con las patas y le dijo a la tortuga:
– ¿Ves este palo? Solo tienes que morderlo bien fuerte por
el centro mientras nosotros lo sujetamos por los extremos. De esta manera
podremos llevarte cómodamente por el aire.
La tortuga abrió los ojos como platos recuperó la esperanza
nuevamente:
– ¡Oh, es genial, es genial!
El ave no quería arruinar el momento de suprema felicidad de
la tortuga, pero tuvo que dejar bien clara una condición:
– Pero debes tener en cuenta algo muy importante: una vez
nos elevemos no puedes abrir la boca porque caerás al vacío y será tu fin.
– ¡Sí, claro, lo entiendo! ¡No lo haré, no se preocupen!
¡Muchas gracias, amigos!
¡La tortuga estaba muy feliz. Al fin se le presentaba la
oportunidad de viajar, de acabar con su antigua vida y aspirar a otra más
emocionante.
– ¡Es increíble que esto me esté pasando a mí! ¡No lo puedo
creer!
El pato de plumas azuladas comenzó a ponerse nervioso.
– ¡Ya es hora! No perdamos tiempo o nos caerá la noche.
Amiga, muerde el palo por la parte central y recuerda: ¡no lo sueltes bajo
ninguna circunstancia!
– ¡Tranquilos! ¡Me sujetaré bien y no diré ni una sola
palabra!
Dicho esto, miró hacia el lugar que había sido su hogar y
dijo con desprecio:
– ¡Hasta nunca, lago aburrido!
Los patos acercaron el palo al agua y ella lo prensó
fuertemente con las mandíbulas. Cuando estuvo lista, cada ave sujetó un extremo
y despegaron. Los dos viajeros se elevaron con facilidad y empezaron a surcar
el cielo batiendo las alas a la par y demostrando una gran coordinación.
Mientras, la tortuga cumplía órdenes y se dejaba llevar con el cuerpo colgando
y tan quieta que no se atrevía ni a pestañear.
Todo transcurría según lo previsto hasta que, a mitad de
camino, un granjero que recogía la cosecha vio al trío volando por encima de su
cabeza. Cuando se percató del curioso evento, quedó tan sorprendido que no pudo
evitar soltar una carcajada y exclamar a viva voz:
– ¡Ja ja ja! ¡Qué divertido! ¡Dos patos transportando a una
tortuga colgada de un palo! ¡Jamás había visto algo tan ridículo! ¡Ja ja ja!
Al escuchar las palabras del hombre, la tortuga se sintió
extremadamente ofendida. Sin pensar en las consecuencias, abrió la boca para
contestar:
– ¡¿Y a ti qué te importa, pedazo de ignorante?!
– Al soltar el palo la tortuga cayó al vacío y se dio un
golpe muy fuerte. – Culminó el viejo consejero su relato.
El rey sintió mucha angustia.
– ¡Qué pena! Este cuento es muy triste.
– Estoy de acuerdo, Majestad.
– ¿Cómo acabó la tortuga? ¿Logró salvarse?
El viejo consejero suspiró con cierta tristeza.
– Sí, sí se salvó, señor. Tuvo suerte de caer en un pantano,
aunque se hizo muchísimo daño.
– ¡Pobre tortuguita, menos mal sobrevivió!
– Lo es que los patos, enfadados porque no había respetado
la condición de no abrir la boca, siguieron su camino.
– ¿Dices que no volvieron a por ella?
– No, Majestad, jamás regresaron. La tortuga se recuperó de
las heridas, pero tuvo que conformarse con vivir en un lugar peor que su
antiguo lago el resto de su vida. Fue muy duro para ella tener que renunciar a
sus sueños.
El rey se quedó pensativo.
– Y todo por hablar cuando no debía.
– Así es, mi señor. Este relato nos muestra lo importante
que es saber medir las palabras y callar cuando corresponde. Hablar demasiado
puede tener consecuencias nefastas.
Ya era casi mediodía y el Sol comenzaba a calentar con fuerza.
El rey dejó atrás el estanque y continuó paseando en silencio, sumido en sus
pensamientos, tratando de asimilar la enseñanza de la pequeña historia que
acababa de escuchar.
A partir de ese día, el rey se esforzó por hablar menos y
escuchar con mayor atención a los demás. Gracias a ese cambio, se ganó la
admiración de su pueblo hasta el fin de su reinado.